Dos dictadores, con 90 años de diferencia

Dos dictadores, con 90 años de diferencia

El 17 de diciembre de 1935, hace 90 años, el general Juan Vicente Gómez moría en el poder después de 27 años de control absoluto sobre Venezuela. Su figura, envuelta en misterio, fascinación y miedo, representa la culminación de la tradición autoritaria y del mito del orden. Tantos años después, y nuevamente inmersos en una situación autoritaria como la actual, cabe preguntarse: ¿qué queda y en qué se diferencian nuestros tiempos de los del hombre que el historiador Manuel Caballero llamó el “tirano liberal”?

Estudiar la era Gómez es hoy más relevante que nunca. Hay puntos de comparación que nos ayudan a comprender el proceso más amplio en el que estamos inmersos actualmente. Después de más de medio siglo de revueltas y guerras civiles, Gómez derrocó a su enfermo aliado Cipriano Castro en 1909 y estableció una dictadura que gradualmente se profundizó hasta concentrar todo el poder en sus manos.

Sus detractores han enfatizado la crueldad del régimen, el elevado número de presos políticos y exiliados, y las redes de represión interna y externa a través de las cuales persiguió y fragmentó a la oposición. Sus defensores, por otra parte, subrayan que durante su gobierno el Estado venezolano se consolidó como una estructura definida. También destacan el pago de toda la deuda externa que tenía el país en ese momento, liberando a Venezuela de numerosos impasses internacionales, y sostienen que, gracias a la profesionalización de las Fuerzas Armadas, la construcción de carreteras y el desarrollo de la aviación, el país ganó por primera vez cohesión y soberanía.

En la Venezuela actual, la represión, la censura, los presos políticos y el exilio han vuelto a ser algo común. Y si hace 50 años el país se proyectó sobre la embriagadora promesa del desarrollo y una pujante potencia latinoamericana, la contracción económica, producto de decisiones tomadas a lo largo de este siglo XXI, nos ha llevado a un país sin aspiraciones y disminuido en su expresión material y simbólica. Maduro ha intentado “normalizar” los negocios de una manera que, en ciertos aspectos, recuerda al régimen de Gómez. Los negocios no sólo siguen en manos de familias cercanas y aliados, sino que también se ha abierto la posibilidad a sectores de la burguesía más tradicional que quieren un modus vivendi en el que el apego no sea a la ley, sino a la lógica y la lealtad personal, permitiéndoles incluso prosperar si son apologistas del sistema. Mientras tanto, las desigualdades sociales se profundizan y la existencia de una clase media se convierte en un recuerdo casi prehistórico.

Gómez se rodeó de los intelectuales positivistas de su época, otorgándoles cargos y facultades para redactar leyes; hoy, ese papel ha desaparecido. En cambio, el énfasis se ha puesto en reclutar y financiar personas influyentes y propaganda en las redes sociales: una fachada comunicacional que, si bien demoniza el período democrático, se sustenta en la promesa de un regreso a la época dorada del país, precisamente los años que el chavismo siempre ha negado.

Ambas cifras sirven como advertencia de que, cuando se trata de abusos de poder y sometimiento nacional, la historia no avanza linealmente ni garantiza una transición irreversible a la democracia.

En el sector petrolero, si Gómez fue leal a sus propios intereses y dócil a los dictados de las empresas extranjeras, el caso venezolano bajo Maduro ha sido el de una pérdida casi total de soberanía. Lo que había sido nacionalizado en 1976 quedó diluido por la corrupción y la falta de visión estratégica. Como nunca antes, la economía venezolana ha dependido de una sola empresa extranjera, como ocurre hoy con Chevron.

A esto se suma el contexto geopolítico. Si bien Gómez mantuvo la neutralidad durante la Primera Guerra Mundial, aunque en una relación claramente subordinada con Estados Unidos, bajo Chávez el país entró de lleno en la arena de la lucha por el poder, a la deriva y perdiendo progresivamente autonomía. Desde Gómez, ningún otro gobernante ha mostrado tanta voluntad de ganarse el favor del gobierno estadounidense, hasta el punto de ofrecer acceso total a los recursos nacionales. Que Maduro no haya logrado convencer a Trump de su capacidad de entregarlo todo para permanecer en el poder se debe a otros factores, pero las ofertas han estado sobre la mesa.

Ni Gómez ni Maduro han tenido planes genuinos de desarrollo nacional en áreas como educación, cultura, salud o deportes. En este sentido, el país parece haber retrocedido al período previo al Programa de Febrero, cuando, tras la muerte del dictador, Eleazar López Contreras anunció un proyecto para reorganizar la vida nacional. Hoy las instituciones educativas, culturales y sanitarias están a la deriva o han desaparecido; y aunque se toleran las alianzas público-privadas, no existe una coordinación general para vincular estas iniciativas en torno a objetivos comunes o la construcción de un futuro compartido.

Por tanto, las comparaciones, siempre odiosas, van más allá de un robusto bigote, de que ambas figuras fueron subestimadas durante mucho tiempo mientras ostentaron el poder, o de que ambos sustituyeron, por enfermedad, a un líder carismático y de discurso nacionalista que previamente había allanado su camino hacia el poder. Ambas cifras sirven como advertencia de que, cuando se trata de abusos de poder y sometimiento nacional, la historia no avanza linealmente ni garantiza una transición irreversible a la democracia.

Sin embargo, apenas unas semanas después de la muerte de Gómez en su casa de Maracay, el año de 1936 explotó como aquel en el que las masas populares entraron al debate público; se inició el proceso de organización de partidos políticos, sindicatos y asociaciones modernos; y el gobierno tuvo que empezar a abrirse y proponer soluciones reales a los problemas sociales del país. ¿Se vislumbra un nuevo 1936 para Venezuela?

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