


Las elecciones ya no se deciden comparando programas,
sino administrando emociones: cuando el miedo pesa más
que la esperanza, la política deja de prometer y empieza a castigar.
Las elecciones no siempre consagran un proyecto; a veces certifican un agotamiento. La contundente victoria de José Antonio Kast en Chile —58,6% de los votos, triunfó en todas las regiones, incluidas aquellas donde la izquierda se sentía inexpugnable— pertenece más a esta segunda categoría. No es la exaltación de una ideología extrema (pinochetismo) lo que explica el resultado, sino el hartazgo acumulado frente a un experimento político que prometió refundación y entregó frustración.
Chile, que durante décadas fue presentado como una excepción latinoamericana —previsible, institucional, reformista sin estridencias— ha entrado en el terreno más inestable de la política contemporánea: el del voto emocional, el del castigo, el de la ruptura como alivio psicológico.
El riesgo como refugio
Cuando un electorado siente que pierde —seguridad, prosperidad, control sobre su vida cotidiana— deja de razonar en términos de mejora y empieza a decidir en términos de reversión. Ya no pregunta quién gobernará mejor, sino quién no es responsable de lo que considera un deterioro. En ese momento, el riesgo deja de ser un problema. Se convierte en una tentación.
José Antonio Kast encarna ese riesgo. No lo oculta ni lo disfraza. Pero frente al gobierno progresista asociado, justa o injustamente, al desorden, la inseguridad y la incertidumbre económica, ese riesgo aparece como una forma de orden. No como una promesa racional, sino como una reacción visceral.
La izquierda chilena, representada esta vez por la militante del PC, Jeannette Jara, no fue derrotada tanto por sus ideas como por su cercanía simbólica con el poder saliente. En política, el desgaste se hereda. Y el gobierno de Gabriel Boric, que llegó envuelto en una épica generacional, terminó prisionero de sus propios límites: expectativas desmesuradas, resultados percibidos como insuficientes y una narrativa que no supo adaptarse al desencanto.
Un juego que ya estaba decidido
La amplitud del triunfo de Kast no se explica por una campaña brillante, sino por una estructura de incentivos que ya no ofrecía alternativas viables. El oficialismo estaba atrapado: cambiar de rumbo implicaba admitir el fracaso; persistir en él profundizaba el castigo. En ambos casos, perdía.
La oposición dura, en cambio, solo debía evitar el error. No necesitaba persuadir; le bastaba con contrastar. Así, la elección dejó de ser competitiva en sentido estricto mucho antes de la jornada electoral. El resultado fue la formalización de un desenlace que el país ya había intuido.
Este tipo de victorias no inaugura ciclos luminosos; clausura ciclos agotados. Y eso explica también la velocidad con la que llegaron las felicitaciones internacionales.
El reconocimiento como antídoto contra la incertidumbre
Estados Unidos, a través del secretario de Estado Marco Rubio; la OEA; presidentes y ex presidentes de América Latina, desde Javier Milei hasta Guillermo Lasso, desde Santiago Peña hasta Rodrigo Chaves, coincidieron en algo esencial: reconocer rápidamente al vencedor. No se trata de afinidad ideológica, sino de cálculo político. El costo de no reconocer era mayor que el de reconocer.
En una región acostumbrada a la ambigüedad poselectoral, Chile ofreció una escena poco frecuente: derrota clara, victoria amplia y reconocimiento inmediato, incluso por parte de la candidata vencida. Ese gesto de Jeannette Jara, más que una cortesía, fue una admisión tácita de que el juego había concluido. No había margen para impugnaciones ni relatos alternativos. Kast logró imponerse en bastiones tradicionales de la izquierda, especialmente en comunas populares y distritos donde antes predominaban.
El peso de la historia
Hay, sin embargo, un dato que incomoda y no debe minimizarse: José Antonio Kast es el primer dirigente identificado abiertamente con el pinochetismo que llega a La Moneda por la vía democrática. Ese hecho, por sí solo, obliga a una vigilancia cívica permanente. La democracia no se agota en el voto; se sostiene en el respeto a las instituciones, a las libertades y a los límites del poder.
Pero reducir este resultado a una nostalgia autoritaria sería intelectualmente perezoso. Lo que ocurrió en Chile no fue una reivindicación del pasado, sino una sanción al presente. El electorado no votó por Pinochet; votó contra el desorden percibido. Y esa distinción, aunque incómoda, es crucial para entender el momento.
Gobernar sin mayoría
Kast asumirá el 11 de marzo con un Congreso fragmentado y sin mayorías. Ese será el verdadero examen de su liderazgo. La tentación de gobernar desde la confrontación existe, pero el incentivo racional apunta en otra dirección: moderación táctica, negociación selectiva, administración cuidadosa del capital político inicial.
La izquierda, por su parte, enfrenta su propio dilema: cooperar para preservar la gobernabilidad o bloquear para acelerar el desgaste. Ambas opciones tienen costos. Y en ese equilibrio se jugará no solo el futuro del gobierno de Kast, sino la estabilidad democrática del país.
Epílogo
Chile no ha girado tanto ideológicamente como emocionalmente. Ha votado desde el cansancio, no desde la convicción doctrinaria. Ese tipo de voto es poderoso, pero volátil. Premia rápido y castiga con la misma velocidad.
Las democracias no mueren necesariamente por los extremos; a veces se erosionan por la incapacidad de los proyectos moderados de ofrecer resultados tangibles. Cuando la esperanza se diluye, el riesgo parece orden. Y entonces, como tantas veces en la historia latinoamericana, el péndulo vuelve a oscilar.
La pregunta, entonces, ya no es por qué ganó Kast.
La pregunta es si Chile y su nueva dirigencia aprenderán algo de este cansancio antes de que el escenario político vuelva a girar.
Últimas noticias de última hora Portal de noticias en línea