En relación con la formación del profesorado se necesita, además de la crítica, un discurso sobre su sentido y propósito y, desde luego, ventanas abiertas a la posibilidad y la esperanza. En este tiempo de cambio de planes de formación, que suscitan de nuevo expectativas, dudas y críticas, valgan unas cuantas consideraciones. Tienen que ver con la formación inicial (grados de infantil y primaria y máster de secundaria) y la olvidada formación continuada. No se pretende ir más allá de unos apuntes parciales y telegráficos, que han quedado organizados en tres puntos.
En primer lugar, se plantea la conveniencia de que la formación se inserte bajo los auspicios de algún marco de sentido y propósito. Con una cierta osadía y quizás alguna radicalidad, se pretende poner el foco sobre el núcleo central y vertebral de la formación; merece una discusión siempre inacabada y podría, quizás, evitarnos idas y venidas desnortadas. Se me ocurre que un discurso pertinente puede poner el acento en conectarlo, a su vez, con la educación escolarizada con la que razonablemente aquella ha de conectarse y servir.
De manera que, si en cualquier democracia auténtica, la educación se define por consenso como un derecho esencial que ha de garantizarse en firme y efectivamente apostando por la participación de todas las personas de ese bien común, la formación docente (y la de otros agentes concernidos ) está llamada y comprometida a suponer una contribución fundamental, hasta decisiva, por más que no sea suficiente ni en exclusiva.
La noción de educación como un bien común exige ―aquí y ahora y en un ¿futuro previsible?― caminar hacia el horizonte de una ciudadanía plena. En lo que le toca a la educación escolarizada, el propósito es cultivar personas sólidamente pertrechadas del mejor legado cultural heredado y por recrear. Al profesorado le corresponde creer y comprometer la condición de agente activo y decisivo en una tarea apasionante: formar buenas cabezas, no cabezas llenas, cultivar no corazones ensimismados, sino habitados por buenos sentimientos, empatía, altruismo y solidaridad con los demás. Igualmente, ser testimonio y promotor de valores y principios acordes con una democracia auténtica, apostar por una ciudadanía de derechos y deberes, por sujetos y comunidades responsables, críticas y constructivas en las diferentes esferas de la vida personal, social y ambiental.
Tomado como marco de sentido y propósito para la docencia y su formación lo que se acaba de señalar, puede generar una visión, un modelo, ciertas decisiones y actuaciones relativas a la profesión y profesionalidad. A través de una razón ilustrada, la emoción necesaria y los imperativos éticos del derecho universal a la educación, cabría ir respondiendo a un interrogante esencial: ¿qué valores y principios, disposiciones, capacidades y competencias, responsabilidades, compromisos y prácticas, formas de ser, ejercer, formarse y aprender la profesión son los que consideramos fundamentales para garantizarlo a todas las personas sin dejar a nadie en los márgenes?
De ese modo, quizás, se puede ir conversando, decidiendo y afrontando con ideas y prácticas no solo la capacitaciónsino también el ejercicio docente acorde con el mencionado gran imperativo de la educación y de quienes en ella trabajan. Mucha atención, la formación y el ejercicio docente están llamadas a conectar entre sí lo más adecuadamente que sea posible. Ambas adquieren sentido, propósitos y ventanas a la posibilidad a la luz de una óptica ligada al horizonte de una educación de calidad justa, igualitaria y equitativa; y por implicación, una enseñanza y profesión consecuentemente justa y equitativa. No por gusto o porque sean las cosas más menos bonitas o fáciles así, sino por una cuestión de valores, de principios, de imperativo moral, social y cultural.
De ahí que la docencia merezca ser pensada, valorada, respetada, apoyada y exigida como una profesión eminentemente humana, cultural, social, ética. Nada, por lo tanto, de una formación banal, vacía de contenidos, reducida a saber cómo jugar al “ corro de la patata” u otras bagatelas. Bien al contrario, por razones de derechos y deberes requiere una formación cultural y disciplinar sólida y consistente, variada, interdisciplinar y profunda. Labrada de forma tal que genere aprendizajes profundos y múltiples, capacidades y competencias de orden superior, que operen reflexiva y críticamente para afrontar como es menester los retos cotidianos de la enseñanza y el aprendizaje escolar.
Consta también de tacto y sensibilidad, de reconocimiento, apoyo y generosidad, que son ingredientes de una ética del cuidado. Todo este repertorio cognitivo, emocional, práctico y moral ha de activarse con mayor finura y empeño, si cabe, allí donde hay personas en contextos inhóspitos y situaciones desfavorables. Estamos bien advertidos hoy de que, a menos que las escuelas y los docentes interrumpan el círculo fatal de la pobreza y exclusión, las vidas de muchos niños y jóvenes quedan tempranamente truncadas. De ahí que la formación no debiera dejar de lado sus facetas sociales y comunitarias. Ser docente y ejercer la profesión es algo coral, no solitario. Son esenciales palabras como colegialidad, colaboración auténtica y liderazgo pedagógico democrático dentro de los centros y más allá de sus paredes, componiendo sinergias con familias, comunidad, otros servicios y profesionales sociales y sanitarios.
En segundo lugar, si se aspira a proyectar ese marco hacia la formación inicial y continuada, parece conveniente reconocer y reconstruir lo que está pasando. Se necesita un diagnóstico que sea idóneo para construir puentes de tránsito entre el pasado, el presente y algún futuro mejor por alcanzar.
Así en la formación inicial como en la continuada, alguna vez tendremos que romper esa espiral de planes de estudio que giran sobre sí mismos, esa tendencia a hacer proyectos tras proyectos que, en esencia, dejan casi todo igual que antes o quizás peor. Es igualmente serio, o más si cabe todavía, que sin saber muy bien por qué, la formación docente continuada casi haya desaparecido del foco, reducida a un sinfín de murmullos de fondo con dudoso sentido y propósitos brumosos. Para no seguir tropezando en las mismas piedras, puede ser aconsejable no hacer más y más sin detenerse con calma a observar, interrogarse y responder a cuestiones como qué va bien, qué va mal, cómo y por qué, qué conservar porque sirve, qué remover porque obstruye. Un marco como el propuesto, u otro similar debidamente fundado y argumentado, puede valer, quizás, para responder a interrogantes justificados, tomando seguidamente decisiones consecuentes, concertadas, comprometidas.
Cualquier diagnóstico que se precie de reconocer lo que está ocurriendo y tenga vocación de reconstruirlo para mejor, tendría que ir, por principio, más allá de grupos reducidos y expertos situados en la cúspide; ha de convocar voces diversas y representativas, hacerse también coral en esta tarea. Ello puede conferir mayor credibilidad y mejores perspectivas de futuro sostenidas sobre comprensiones compartidas y decisiones que puedan contar con el respaldo de muchos. Asimismo, un eje sobre el que también hemos de interrogarnos es relativo al grado en que la docencia y la formación están o no sirviendo al gran reto de la educación como bien común y apostando o no por el horizonte imperativo de no dejar a nadie atrás.
En tercer lugar, finalmente, el reto quizás más difícil, crear propuestas, condiciones, procesos y compromisos de posibilidad.
Han de elaborarse planes, desde luego, pero sin caer en el espejismo de que una vez legislados, promulgados o escritos bastarán para garantizar por sí mismos cambio alguno bueno ni transformador ni provechoso para todo el mundo. Los planes tienen que generar precisamente sentido y propósito, pero sin prescribir rutas ni territorios. Si lo hacen, irán poco lejos, entre otras cosas por llevar consigo un mensaje de desconfianza, incluso desprecio, hacia sus destinatarios. El hecho de que un plan de estudios conste de cientos de folios o un currículo de alguna etapa educativa se extienda más allá de los quinientos no garantiza ―tenemos buena constancia― nada positivo sino al contrario: aplíquese a la formación docente.
No podrá mejorarse la formación inicial y continuada sin prestarle suma atención a ciertas condiciones que atañen a las instituciones y a los formadores de futuros educadores que la tienen en sus manos. Ni sin movilizar imperativos deontológicos que la requieren, concertar con sindicatos e inspección, implicar a equipos directivos y a todo el profesorado. Sin una cultura favorable a la formación ligada a garantizar una educación justa y equitativa, como expresión de deontología profesional y superadora del dilema estéril entre obligación―voluntariedad, no iremos a lugar alguno de provecho: vale para docentes universitarios encargados de formación inicial, para todo el profesorado con derecho y deber al aprendizaje y la formación continuada. De ahí que este caldo de cultivo haya de prepararse con esmero y sostenerlo en el tiempo.
En otro orden de cosas, allí donde persistan micropolíticas de desidia, confrontación inter o intradepartamental, ausencias de colaboración estrecha y efectiva entre diferentes áreas de conocimiento, nula o escasa coordinación, tácita pleitesía a “cada cual a su aire”, ningún plan de arriba, en medio o abajo irá lejos. La formación continuada es más que hacer cursillos. No puede ser un supermercado donde cada cual compra lo que le gusta: cuidado con lo digital que exacerbe el individualismo docente. La formación continuada importa tanto, que muchos reclaman proyectos de y para ella en cada centro o facultad: hay países con una educación encomiable cuyos docentes y otros dedican más de 10 horas semanales, dentro del horario laboral, a hablar, analizar, reflexionar y decidir qué mejorar, por qué y cómo en la enseñanza y el aprendizaje escolar. Parece, asimismo, claro que, sin una determinada cultura institucional y docente de capacitación, el buen aprendizaje del profesorado es inverosímil, y también el del alumnado y los centros en tanto que organizaciones inteligentes y éticas. De ello han de formar parte procesos de implementación y evaluación reflexiva y crítica, que son claves para vitalizar y reconstruir los planes o proyectos.
Es muy posible que, además de nuevos planes, lo que realmente necesitamos es alcanzar nuevas metas en sentido y propósito de la formación del profesorado, crear condiciones favorables y acometer procesos que son claves en esta materia.
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