
La mañana del sábado 20 de septiembre, en un salón de belleza cercano al Boulevard Sabana Grande, las manicuristas apagaron el habitual bichota música de Karol G para ver, con especial curiosidad, un documental de YouTube sobre Manuel Noriega. Hacerse las uñas mientras se escucha a través de un altavoz un documental sobre la invasión estadounidense de Panamá en 1989 no es la típica experiencia de salón en Venezuela. Pero esa mañana, un desfile de más de veinte vehículos blindados había recorrido Caracas, y poco a poco el pánico empezó a crecer dentro de las cuatro paredes del salón.
Las manicuristas no hablaban de los habituales chismes con sus clientes sino de un despliegue militar en la ciudad. No había pruebas reales de ello, pero un simple rumor sobre un tanque de la FANB visto en la avenida Francisco de Miranda fue suficiente para alarmar a los trabajadores, cancelar citas y cerrar el taller antes de tiempo.
“Vete a casa ahora mismo, no salgas más hoy”, me dijo la manicurista que me estaba arreglando las uñas, trabajando con rápida concentración mientras el narrador del documental gritaba desde el altavoz del fondo. Mi escepticismo intentó razonar con el nerviosismo que me rodeaba, pero esa tensión se extendió por todas partes. Fui el último cliente en irse. Me despedí de todos con una urgencia que parecía casi impuesta.
Afuera la gente caminaba como si nada, las tiendas permanecían abiertas. Mi teléfono no mostraba mensajes de amigos o familiares advirtiendo de algún peligro en las calles. De camino a casa, le pregunté al taxista si había visto algún movimiento militar inusual esa mañana, pero su respuesta contradecía completamente el pánico que acababa de presenciar en el salón. No sabía nada. No vio nada.
El resto de mi día transcurrió sin incidentes. Mis actividades continuaron como de costumbre y nadie con quien conocí parecía enterarse de aquel supuesto desfile militar en Caracas. Pero no podía dejar de pensar en los estilistas, quienes probablemente habían llegado a casa con una bolsa de compras impulsiva y un miedo persistente en el cuerpo.
Para muchos, la autocensura se convirtió en la única opción para protegerse a sí mismos y a sus seres queridos. En las calles, lo que no se dice resuena con más fuerza que lo que se dice.
Durante la concentración militar estadounidense en el Caribe, Caracas se ha visto envuelta en una extraña tranquilidad, como si su pueblo, ante la incertidumbre, no tuviera ningún deseo de ceder al pánico colectivo. Aún así, escenas como la de esa mañana en el salón muestran las excepciones específicas
En conjunto, el promedio caraqueño continúa su rutina semanal en torno al trabajo, la subsistencia y cualquier actividad de ocio que pueda permitirse. Sin embargo, entre el sarcasmo y el humor, siempre hay algún comentario sobre la llegada de los marines, como promesa de salvación o simplemente el chiste del día.
A un año de las históricas elecciones del 28 de julio y de la consolidación de una dictadura que ha resultado en miles de presos políticos, desapariciones forzadas, persecución ciudadana y el fortalecimiento de los mecanismos de control social, la autocensura se ha convertido, para muchos, en la única opción para protegerse a sí mismos y a sus seres queridos. En las calles, lo que no se dice resuena con más fuerza que lo que se dice.
La conversación política ha migrado a grupos pequeños y espacios privados, desde comentarios susurrados en el comedor mientras suena música alta, hasta mensajes temporales de WhatsApp para evitar estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. No todo el mundo tiene dos mil dólares para pagarle a un policía y evitar que lo envíen a El Helicoide.
En un contexto de censura extrema y ausencia de medios tradicionales que brinden información confiable para saber y comprender lo que realmente está sucediendo, tanto en el Caribe como en las calles de la ciudad, el peligro de la desinformación cobra gran importancia. También flota en el aire la tendencia al pánico alimentado por rumores y murmullos en los pasillos.
Regresé al salón tres semanas después, pero la conversación ya no giraba en torno a la militarización de la ciudad. Charlaban sobre el Premio Nobel otorgado a María Corina Machado.
Las expectativas de los venezolanos son difíciles de satisfacer. Si bien las recientes acciones militares estadounidenses bajo la administración Trump han generado cierta ansiedad, la situación no es paralizante. De hecho, se podría decir que el verdadero temor de la gente reside en la alteración de su ritmo diario –su trabajo–, lo que podría conducir al colapso de sus medios de vida y sus finanzas personales. Todo gira en torno a la supervivencia.
El temor no se trata exactamente de los diez cazas furtivos F-35, los ocho buques de guerra y un submarino de ataque en Puerto Rico. Se trata de cómo el régimen venezolano podría responder a sus propios ciudadanos, mediante un mayor control militar en las calles o decretando un estado de emergencia o conmoción externa.
Regresé al salón tres semanas después, pero la conversación ya no giraba en torno a la militarización de la ciudad. Charlaban sobre el Premio Nobel otorgado a María Corina Machado.
«Ese premio debería haber sido para Trump. Puso fin a muchas guerras», dijo un estilista. Entre un silencio incómodo y una mirada cómplice, la manicurista que me hacía las uñas y yo quedamos sorprendidos por la confianza y ligereza con la que su colega hizo esa afirmación. Por supuesto, la veneración venezolana hacia Trump no es sorprendente.
A medida que avanzaba mi nombramiento, la conversación giró hacia los posibles escenarios de una futura intervención militar en Venezuela. Sin embargo, la preocupación subyacente sigue siendo la misma desde hace años: en el futuro, con el régimen de Maduro en el poder o no, ¿será todavía posible vivir aquí?
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