

La revolución digital que vivimos es constante, permea cada vez más aspectos de nuestra vida cotidiana y, al mismo tiempo, deja atrás a una parte creciente de la población. En particular, las personas mayores enfrentan una doble presión: por un lado, la necesidad de adaptarse a nuevas herramientas y servicios; por otro, la sensación de que, si no lo hacen, se quedan fuera o pierden autonomía para actividades para las que hace no tanto, eran autosuficientes.
Lo he visto de cerca con mis padres. Personas activas, con sus rutinas, con vida social, y en perfectas capacidades cognitivas. Conducen, van al gimnasio, al teatro, viajan… Pero cada vez con más frecuencia cierto tiempo surge un momento de tensión o frustración: la aplicación que hay que descargar para hacer cualquier gestión, las innumerables contraseñas, los certificados digitales que hay que validar… Cada interacción digital se convierte en un pequeño obstáculo, no por la tecnología en sí, sino por un diseño no inclusivo y la ausencia de alternativas humanas y comprensibles. La sensación de incapacidad que esto genera es real y afecta directamente a su autonomía.
Las personas mayores de 65 años ya son el 20 por ciento de la población y con el índice de envejecimiento de España, en 2050 serán 15 millones de personas. Esto implica que cada vez habrá más personas mayores con buena salud, con deseo de participar activamente en la vida social y económica, que necesitarán de entornos y servicios adecuados para integrarse plenamente. Sin embargo, la brecha digital amenaza con convertirlos en ciudadanos invisibles, privados de derechos básicos, de servicios esenciales y de la posibilidad de decidir sobre su propia vida.
Si además añadimos el deterioro cognitivo o la demencia, el impacto es aún mayor: la tecnología no facilita, sino que acelera el aislamiento. Los chatbots rígidos que no entienden matices, la desaparición de canales presenciales y los procesos confusos convierten la digitalización en un riesgo para la inclusión social. Aquí es donde la accesibilidad adquiere una dimensión crucial. Como recuerda el World Wide Web Consortium (W3C), la accesibilidad implica reconocer la diversidad humana en todas sus dimensiones —visión, audición, movilidad, lenguaje o funciones cognitivas— y diseñar sistemas que no homogenicen la experiencia, sino que se adapten a ella. No es solo una cuestión técnica, sino también ética: escuchar y comprender cómo interactúan las personas para garantizar experiencias digitales equitativas y comprensibles.
En la Fundación Pasqual Maragall detectamos cada día las consecuencias de esta brecha digital, especialmente en las personas con deterioro cognitivo y sus entornos. Por eso trabajamos para ofrecer recursos accesibles y comprensibles que permitan entender mejor el cerebro y la enfermedad. Nuestros recursos formativos digitales basados en la co-creación con personas cuidadoras o personas recién diagnosticadas quieren incorporar la voz y la mirada inclusiva. Las guías y otros recursos de divulgación que diseñamos a partir de sus necesidades quieren contribuir a reducir esa brecha. mejorar la accesibilidad. Ofrecer materiales que acompañen, en lugar de excluir, es una manera de equilibrar las capacidades de las personas con las demandas de su entorno, algo que señala la Encyclopedia of Quality of Life and Well-Being Research como fundamental para el bienestar.
La tecnología puede ser una herramienta poderosa, pero solo si se implementa con sensibilidad, adaptándose a la realidad de quienes la usan. Esto significa diseñar soluciones humanizadas: accesibles, adaptadas al lenguaje y a las capacidades cognitivas de cada persona, con alternativas presenciales que acompañen la digitalización. La eficiencia y la innovación no pueden imponerse a costa de la inclusión.
El reto no se limita al ámbito sanitario o asistencial. Las barreras digitales se extienden a la banca, el transporte, los gimnasios, los servicios culturales e incluso la recarga de vehículos eléctricos. Cada vez hay menos espacios donde las personas mayores pueden interactuar sin tener que enfrentarse a procesos complejos y poco intuitivos. Y cuando buscan ayuda, a menudo se encuentran con sistemas automatizados que no entienden sus necesidades, lo que genera frustración, ansiedad y sensación de abandono.
La solución pasa por repensar el diseño de los servicios y la tecnología desde una perspectiva de inclusión. No basta con innovar; debemos garantizar que existan canales alternativos y acompañamiento humano para quienes los necesiten. La normativa europea y española ya reconoce este derecho: asegurar la accesibilidad universal y alternativas presenciales es una obligación, no una opción. Pero para que esto funcione, la sociedad debe comprometerse en un nivel más profundo: reconocer que el envejecimiento es un reto colectivo, y que acompañar la digitalización es un acto de justicia social.
Si queremos una sociedad verdaderamente inclusiva, no podemos permitir que las personas mayores sean excluidas por el avance imparable de la tecnología. Debemos diseñar sistemas que respeten la diversidad de capacidades y necesidades, que faciliten la autonomía y promuevan la participación activa. Solo así, la digitalización dejará de ser una barrera y se convertirá en una oportunidad para construir ciudades más cuidadoras, más humanas y más justas.
Porque al final, la pregunta es clara: ¿queremos un futuro donde todas las personas puedan subir al tren digital o uno donde algunas se queden en el andén, frustradas y olvidadas?
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