
@OttoJansen
“Esta es mi última publicación y les quería dejar un mensaje de que los quiero mucho, échenle muchas ganas a la vida, yo muchas veces creí que tenía potencial para algunas cosas, pero me terminé convenciendo que no, la vida es bonita, adoro vivir y sentir los rayitos de sol en mi piel y las gotas de lluvia en mi cabello”, así inicia la carta de Yusvely Marianni, la venezolana de 20 años de edad que se quitó la vida en una población de Puebla, México. Impacta el suceso, en aquel sitio y también en la mirada global de las redes sociales y las noticias.
Quizás para los venezolanos es todavía más perturbador por las situaciones entrecruzadas que se deducen y se presienten en la angustia individual y familiar de la joven, pero que igual tienen condicionantes del escenario prolongado de la diáspora nacional que recorre el mundo sin horizontes confortables, con el deseo -seguramente- que acabe la pesadilla impuesta por los sicarios del poder político revolucionario, sus aliados y entramados en que no tiene lugar el sufrimiento de las mayorías, adentro y afuera. Las frases de la carta de despedida de Yusvely son claras, parecen serenas, hay algo parecido al humor irónico, ya con una calculada decisión tomada: impresiona. Los especialistas de salud mental pueden escudriñar mejor estos casos, la esencia emocional de estas tragedias y exponer consejos o hacer llamados, sobre todo a los jóvenes migrantes desamparados de toda atención y cuidado. Tal vez. Eso puede aspirarse; es lo elemental. Nosotros, yo, no dejo de pensar, al escuchar o leer de estos episodios, sobre la esperanza que tenemos que nuestros muchachos retornen a Venezuela cuando se derriben las puertas del pretendido fortín dictatorial. Ahora es innegable que el daño para muchos ya está hecho. No podrán regresar porque se han ido a otro plano de la existencia sin obtener rincones terrenales a la felicidad; o sencillamente ya con los años que no paran, se los ha devorado el pragmatismo más rancio del desinterés que, a ojos distraídos de los mayores en los actuales momentos, es celebrado como practicismo jovial de su sentir generacional.
De esta manera, otra venezolana deja una huella lacerante, un recordatorio, paradójicamente, a los propósitos que la vida merece vivirse. Lección de lágrimas en el proceso traumático de la sociedad nacional. En verdad son varias las venezolanas, incluso de fechas recientes (ellas en mayor número en comparación a los varones), en distintos países, que se han despedido sin cartas, solo con una mención en una nota informativa de los diarios para los que significan la categoría de extranjeras o duelos ajenos, que luego se olvida con otras informaciones. Mientras, Venezuela que por estas horas calla estoicamente, al mirar esas tragedias de sus carnes y huesos, encuentra en la celebración de la canonización del doctor José Gregorio Hernández, junto a la hermana Carmen Rendiles, un refugio para mirar al tiempo trascendente (o a la justicia divina según se piense) y solicitar fuerza, entendimiento y paciencia, en horas de mayor oscuridad para la población, teniendo el escudo de la esperanza en resguardo, silenciosa, en que se adelanten las definiciones que haga volver la tranquilidad y aminore el dolor de los muchachos, y de todos, que se lanzan al vacío de los inmediatismos.
“Gotas de lluvia caen sobre mi cabeza”
El doctor José Gregorio Hernández tiene una energía popular extraordinaria. Todas las generaciones de venezolanos y de ciudadanos de otras latitudes han conocido de sus bondades en un tiempo sin medida. De sus figuritas y postales que adornan las casas, automóviles, espacios públicos o de recreación. Aun cuando para algunas creencias esta manifestación en lo religioso no exista (respetada opinión), para la gente, los pobres, ricos y la colectividad, su presencia inexplicable es de protección y ayuda. El decreto de canonización del Vaticano si bien era esperado, la santidad reside en la fe convencida y tranquila del imaginario nacional por sus actos extraordinarios.
A estos actos espirituales se ha encomendado el sentimiento que clama justicia, pide soluciones para el pueblo venezolano. Sin embargo ¡Oh, sorpresa! Que no la es tanto, en los actos celebratorios se han visto los demonios operarios del uso del poder de la sombra para que la revolución chavista que, siempre y ahora más, persigue y se ensaña contra los ciudadanos, se vista de cordero, otra vez. Los corrillos y más que estos, los secretos a voces de las diligencias de los operadores dentro la Iglesia, que en Guayana bastante se conocen por dejar rastros, sin sigilo que valga; en función de acompañar el poder político y ellos otorgarse a su vez relevancia a la imagen de castos y brillantes. También en la religión católica se cuecen habas, se mueven las aguas que determinan por dónde anda la fe, los compromisos y la palabra redentora. En definitiva, lo que pasa con todo el país, en el que algunos “vivos” quieren torcer la soberanía popular expresada el 28 julio de 2024.
Resuenan estoicas y solemnes las frases de la carta de despedida de la jovencita: “(…) adoro vivir y sentir los rayitos de sol en mi piel y las gotas de lluvia en mi cabello” es un mensaje para todos. B.J. Thomas, un intérprete estadounidense, a principios de la década de los años 70, hizo muy conocida la canción Las gotas de lluvia siguen cayendo sobre mi cabeza. Eran otros años, pero se expresa el mismo sentir del pensamiento joven por la belleza del mundo que nos rodea. Para que creamos -me atrevo a extrapolar, con todo respeto- en lo mejor de nosotros, como seres, pueblo y familia. Hay que reconstruir el país, sin mirar hacia atrás y sin prestar atención a las voces de intereses que quieren aniquilar la esperanza, optimismos y los esfuerzos trascendentes. Esas voces camufladas que quieren que nos conformemos, después de hacer derrotado y desenmascarado la mentira, con la vacilación y la cobardía.
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