
Meses antes de que las fuerzas estadounidenses se desplegaran en el Caribe para enfrentar las redes narcoterroristas que operaban desde un Estado venezolano criminalizado, los planificadores del Pentágono debieron haber estado trabajando en la poco glamorosa aritmética de acción.
Al principio, las conversaciones en el Pentágono, las agencias interinstitucionales y el departamento legal fueron granulares, desagradables y brutalmente honestas: de quién es la vida; cuál es el objetivo; ¿Cómo es el éxito? ¿Y quién paga después la factura política?
En algún momento, la discusión volvería a lo que había iniciado todo: la orden presidencial. Se había resumido en tres frases breves, contundentes e inequívocas: Neutralizar las redes. Golpea sus activos. Hazles sentir el costo. También quieren una recomendación sobre cómo atacar a los funcionarios del régimen, las ‘joyas de la corona’ de Venezuela.
Esa directiva, traducida a través de capas de mando y abogados, se convirtió en el lente de todo lo que siguió. Cada frase fue analizada en diapositivas informativas y memorandos nocturnos, analizada en cuestiones de autoridad, evidencia y riesgo.
Durante una de esas sesiones paralizantes, alguien preguntaba casi con nostalgia: ¿Por qué no podemos simplemente enviar un dron a Maduro y acabar con esto para todos? Para quienes estaban en la sala, la imagen era tentadora: una operación única y limpia que corta al jefe del régimen y, sin más, el resto se derrumba.
Apuntar a una sola personalidad es la clásica fantasía de decapitación. Dirigirse a una docena de miembros de un círculo íntimo es una campaña.
En la práctica, los planificadores saben que la “decapitación” es una opción técnica, no una estrategia. La primera pregunta es siempre la más difícil: ¿matar o capturar? Los dos son funcionalmente diferentes. Un ataque letal (dron, misil de crucero o bomba de precisión) requiere la menor huella táctica: inteligencia precisa, un lanzador y una estrecha ventana de oportunidad.
La huelga de Soleimani de enero de 2020 había demostrado cómo un Estado puede eliminar un objetivo de alto valor desde lejos y con qué rapidez estallan los costos políticos cuando la “inminencia” se convierte en una cuestión de interpretación. . Según el derecho internacional, un Estado puede utilizar la fuerza de forma preventiva sólo si un ataque es verdaderamente inminente; Los abogados de la administración Trump ampliaron esa definición, provocando un feroz debate. Todos en esa sala lo recordaban: las imágenes de satélite, la reacción violenta, las frágiles justificaciones legales. Entendieron que la línea entre el éxito y el desastre podría ser tan delgada como la siguiente frase del presidente.
Luego debería venir el análisis de la infraestructura (sitios de radar, búnkeres de mando, terminales petroleras), todo brillando bajo luz fluorescente. Cada punto en la pantalla significaba vidas, cálculos y consecuencias.
La captura es otro orden de magnitud. La incursión en Abbottabad que mató a Osama bin Laden en 2011 fue producto de años de paciente inteligencia humana, vigilancia clandestina y un plan de inserción y extracción de fuerzas de operaciones especiales hecho a medida, y conllevó enormes riesgos operativos y consecuencias diplomáticas.
Las preguntas que importan
Una incursión en territorio venezolano para capturar a un alto funcionario exigiría entrada clandestina, planes integrales de búsqueda y rescate, preparación para una evacuación médica, planes seguros de detención y traslado, y la capacidad de suprimir o neutralizar fuerzas locales en muy poco tiempo. Eso requiere bases, cobertura aérea, logística y autoridades legales que rara vez se mencionan en el debate público.
Segunda pregunta: ¿cuántos? Apuntar a una sola personalidad es la clásica fantasía de decapitación. Dirigirse a una docena de miembros de un círculo íntimo no es una fantasía, es una campaña. La diferencia es estratégica: un golpe puede inflamar y consolidar; una docena de mudanzas coordinadas corren el riesgo de fragmentación, violencia de venganza y una lucha caótica por el botín.
La historia nos enseña que rara vez existe una relación lineal entre destituir a líderes y producir un sucesor pro-estadounidense ya preparado. Panamá 1989 (Operación Causa Justa) demuestra la escala de fuerza y cuidados posteriores necesarios cuando la expulsión se convierte en un cambio de régimen u ocupación.
La tercera pregunta es sobre la cobertura legal y política. Es casi seguro que Estados Unidos enmarcaría cualquier ataque contra figuras del régimen como autodefensa o una medida antinarco/antiterrorista, especialmente si se pueden establecer de manera creíble vínculos entre funcionarios y flujos transnacionales de drogas o ataques a personas estadounidenses.
Los mejores resultados históricos (cuando los hubo) combinaron acciones letales con un trabajo político exhaustivo: incentivos para las deserciones, planes claros de gobernanza y un paquete financiero y humanitario internacional creíble.
Ese fue el argumento de Soleimani; la plausibilidad de una “amenaza inminente” y la cadena de atribución son enormemente importantes y se lucharán en las capitales y los tribunales. A falta de una inminencia clara o de un mandato de la ONU, la comunidad internacional considerará tales ataques como excepcionales y muchos Estados los tratarán como usos de la fuerza contra un gobierno soberano, sin importar cuán corrupto y represivo sea el gobierno.
Cuarta pregunta: ¿por qué Venezuela y no Colombia o México? Si el mensaje operativo es “atacaremos la narcoinfraestructura”, podría decirse que tanto Colombia como México son objetivos de mayor valor. Albergan ecosistemas de tráfico más grandes y, en el caso de México, cárteles poderosos trafican con fentanilo que mata a decenas de miles de estadounidenses al año. Venezuela es tanto un objetivo político como un narconodo. Es el raro caso de un Estado criminalizado cuyas instituciones se superponen con redes de tráfico.
Por lo tanto, atacar dentro de Venezuela conlleva un mensaje simbólico para todos en la región y más allá. Pero el simbolismo tiene un doble filo, porque corre el riesgo de aislarse internacionalmente y fortalece la narrativa nacionalista del régimen. Washington tendría que sopesar las ganancias tácticas en materia de disrupción frente a los costos estratégicos de parecer que está buscando una disputa política con un gobierno en funciones.
Quinta pregunta: ¿Cómo sería la ejecución? Para un ataque letal, los requisitos mínimos son una geolocalización casi segura, objetivos urgentes, recursos de ataque con inteligencia adecuada y un plan de mitigación de daños colaterales. Para la captura, se multiplican esas necesidades por logística, personal, cobertura diplomática y opciones de contingencia en caso de fracaso.
Ambas opciones requieren el dominio de la inteligencia sobre “patrones de vida”, el acceso de los socios o los derechos de sobrevuelo, y una narrativa política endurecida que anticipe la condena. La alternativa a actuar solo es reunir el apoyo de una coalición; sin embargo, la cobertura multilateral es lenta, permeable y políticamente costosa a su manera.
Sin un paquete posterior al ataque, un éxito táctico corre el riesgo de convertirse en un fracaso estratégico.
Finalmente tenemos las consecuencias estratégicas. La decapitación sin un plan político puede ser contraproducente. La destitución de funcionarios puede endurecer el núcleo, fragmentar las redes criminales en competidores violentos e invitar a represalias contra civiles y disidentes.
Los mejores resultados históricos (cuando los hubo) combinaron acciones letales con un trabajo político exhaustivo: incentivos para las deserciones, planes claros de gobernanza y un paquete financiero y humanitario internacional creíble. Esas no son tareas glamorosas, pero son las que convierten las huelgas en resultados.
Por lo tanto, el memorando honesto de un planificador estadounidense no comenzaría con la toma perfecta sino con la frase que todo periodista se salta: “¿Cuál es nuestro estado final? ¿Puede la violencia cinética llevarnos allí sin un plan que dé prioridad a la política?” Si la respuesta es “no”, el camino realista es la presión quirúrgica sobre la narcoinfraestructura, el intercambio de inteligencia entre los aliados y los incentivos pacientes para la fractura de la élite. Algo complicado, lento, políticamente menos satisfactorio, pero con muchas más probabilidades de evitar una catástrofe estratégica.
Si Washington decide lo contrario (cazar, matar o arrebatar las joyas de la corona), debería tener la vista clara sobre lo que se necesitará: trabajo de inteligencia, fuerzas de operaciones especiales de guardia, bases y costuras diplomáticas, una narrativa legal que será impugnada y un paquete posterior al ataque, que probablemente ascenderá a miles de millones, para estabilizar lo que viene después. Sin eso, un éxito táctico corre el riesgo de convertirse en un fracaso estratégico.
¿Qué está haciendo Estados Unidos?
Un planificador pragmático imagina una creciente política de dos vías: intensificar los ataques a la narcoinfraestructura y al mismo tiempo mantener viva la amenaza de ataques o capturas de figuras importantes del régimen como palanca coercitiva. En otras palabras, los ataques se vuelven más duros en la logística (barcos, laboratorios, pistas de aterrizaje, nodos marítimos) mientras que la opción de las “joyas de la corona” queda sobre la mesa como presión psicológica y política para inducir una fractura de las élites. Eso no es una fantasía: es coerción por desgaste unida a una moneda de cambio.
La presión cinética sobre las narco-redes degrada la capacidad y envía dos señales: a los traficantes de que las rutas de suministro ya no son seguras, y a las elites alineadas con el régimen de que su exposición personal ha aumentado. Para muchos en el círculo de Maduro, el cálculo se vuelve transaccional: soportar el dolor y el riesgo, o desertar u ofrecer interlocutores para detener la hemorragia.
Éste es precisamente el resultado que Washington esperaría: la entrega de figuras clave o de inteligencia sin necesidad de un asalto directo al palacio presidencial. El problema es que los regímenes criminalizados y los cárteles son resistentes. La presión a menudo se fragmenta, produciendo violencia y actores oportunistas en lugar de transiciones claras.
La presión cinética sobre la narcoinfraestructura –al tiempo que se mantiene en reserva la opción de las joyas de la corona– es un camino lógico y de riesgo bajo a moderado para Washington que apunta a incentivar deserciones o entregas de poder de las élites sin un derrocamiento directo del régimen. Pero depende de una apuesta arriesgada: que una presión suficiente, amenazada de manera creíble y aplicada selectivamente, provocará un colapso interno o cumplimiento transaccional en lugar de caos. Los planificadores saben que las probabilidades son inciertas; Los políticos prefieren la claridad. Estados Unidos ahora está tratando de unir a ambos, lo que significa más ataques en el mar y en logística, más marco legal y el continuo susurro de que ningún funcionario está fuera de su alcance. En los próximos meses se sabrá si ese susurro se convierte en la palanca decisiva o en la cerilla que enciende un fuego más amplio.
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