“Le voy a clavar una puñalada en el corazón. No tengo nada que perder”. La frase, supuestamente pronunciada por Diego Montaña, el chico de 25 años que reconoció haber comenzado el linchamiento de Samuel Luiz, resonó hace ya tres semanas en la sala de la Audiencia de A Coruña, donde durante un mes ha tenido lugar el juicio contra la pandilla acusada de su muerte. Día tras día, varios testigos de aquella “jauría humana” o “manada violenta” —según la acusación— que conmocionó al país cuando aún se luchaba contra la pandemia, recordaron esta y otras muchas expresiones. Palabras brutales en boca de adolescentes y veinteañeros que solo retratan la crueldad de quien las dice. La más conocida: “para de grabar o te voy a matar, maricón de mierda”, es parte fundamental del relato y clave para el resultado de este juicio, porque puede aumentar las condenas de algunos de los inculpados.
El tribunal ciudadano deberá decidir si aquella frase, dirigida a un chico que sí era homosexual, estaba cargada de significado o era solo el insulto que siempre llevaba Montaña en la punta de la lengua. También tendrá que aclarar, basando en las declaraciones, los informes policiales, los peritajes y las cámaras urbanas, si los cinco acusados propiciaron de una u otra manera, de principio a fin, el asesinato del enfermero de 24 años al que no conocían de nada. , y que cayó en sus manos simplemente porque estaba allí. La fiscal del caso, Olga Serrano, cree que todos ellos fueron “esenciales” para perpetrar la “cacería salvaje” del joven “inocente”, aquella madrugada del 3 de julio de 2021 en la que, en una persecución de 150 metros y tres minutos. , “lo que dura una canción”, le “arrancaron la vida” con 21 golpes en la cabeza.
A partir de este lunes al mediodía, cuando la magistrada Elena Fernanda Pastor haga entrega del objeto del veredicto, contarán con 72 horas para deliberar y argumentar las respuestas. “No va a ser nada fácil para ellos” o “no me gustaría estar en su piel”, comentan en corrillos los estudiantes de Derecho que han acudido cada jornada para zambullirse en uno de los juicios más mediáticos celebrados en Galicia en los últimos años. Para los alumnos, de la misma generación que los encausados, era una oportunidad única para aprender. Las acusaciones son tres, y cinco los bregados penalistas fichados por las familias (también destrozadas) de los acusados para su defensa. Los letrados aseguran que no hay pruebas que los vinculen directamente y han tratado de agrandar las dudas sobre la tesis de la fiscal que los implica a todos, bien golpeando, bien impidiendo el auxilio. Si finalmente son considerados coautores del crimen, se juegan entre 22 y 27 años de cárcel. Si algunos son vistos por el jurado como cómplices, recibirán penas no superiores a 13 o 14 años. Unas defensas aspiran a que el asesinato con ensañamiento se quede reducido a homicidio imprudente y otras siguen insistiendo en la completa inocencia de sus representados.
“Si estos niñastos llegan a imaginar que iba a morir, se cagan por los pantalones y ni Dios toca a Samuel”, defendió Luis Salgado, el abogado de Montaña. Durante el juicio, cada uno mantuvo una actitud, pero todos derramaron lágrimas cuando les tocó hablar. Los que reconocieron haber pegado en algún momento a su víctima (pero ninguno llegar al final, ni dar los golpes mortales) pidieron perdón a los padres de Samuel Luiz, dos personas muy religiosas que sobreviven a su muerte asumiendo una vida que afrontan como un castigo. divino. Cuando los acusados, y los menores que ya fueron juzgados anteriormente por el asesinato, eran amigos entre sí, según los testimonios de quienes los conocían, actuaron a una, en grupo. Si había que pegar, se amparaban en la confusión del tumulto y se enfrentaban en superioridad numérica a un solo rival. El grupo los hacía fuertes y la responsabilidad se diluía. Un día quedaron para grabar un videoclip de música trap: “dando duro, dando duro, te vamos a dar fuerte”, decía la canción… “Con más rabia que un toro”… “Como te pille se te va a acabar la suerte”.
“Y al final le dieron duro” a Samuel, concluyó el representante del ministerio público en su contundente alegato final. Serrano habló con una crudeza acorde a los hechos que se juzgan, y fue definiendo, uno a uno, a los cinco procesados. Montaña, según la fiscal “el macho alfa” de 25 años al que todos seguían, se derrumbó más que ninguno y aprovechó su última palabra para decir que, si pudiese, le daría su propia vida, sin pensarlo, a Samuel. Pero también lloraron su exnovia Katy Silva, la “dulce niña” de 18 años atraída por la “violencia”, y Kaio Amaral, “el listo de la clase”, tan joven como Katy, que se llevó el móvil de la víctima con intención de extraer beneficio, porque ya había “vendido otras cosas robadas”. E igualmente sollozaron a Alejandro Míguez, el charcutero y camarero que sigue en la calle y conservó el trabajo tras los hechos. y Alejandro Freire, yumbael recién llegado a la pandilla, niño de familia acomodada, que perdió a su madre en un traumático suceso durante la infancia y acabó metiéndose “entre 10 y 15 rayas” de coca, según su versión, aquella noche antes de la matanza en pleno. paseo marítimo.
Durante las largas sesiones del juicio, los antiguos compañeros de correrían no intercambiaron palabras ni miradas. Kaio y yumba apenas levantaban la vista; Enfrente tenían al jurado en cuyas manos están ahora su futuro. Katy gesticulaba mucho más, pero se tapó los ojos para evitar ver las fotos de la autopsia de Samuel, y hacía un escorzo profundo en dirección a su abogada —ayudada también por la melena— para ocultar su cara cada miércoles, los días que el Tribunal Superior permitía a los fotógrafos entrar un par de minutos antes de empezar la vista. Salvo cuando declaró y lloró, Diego Montaña parecía impasible, casi una estatua, siempre en la misma postura: la mejilla derecha descansando sobre los nudillos de sus dos manos entrelazadas como en un rezo, los mismos puños con los que reconoció pegar a la víctima.
Samuel era auxiliar de enfermería en una residencia de ancianos y por las tardes estudiaba para convertirse en protésico dental. Había sido monitor de Biblia en la iglesia evangélica de la que su padre era diácono, y allí tocaba la flauta travesera desde los 15 años. Un día su padre le quiso preguntar si era gay. El chico, que ya no frecuentaba el templo como antes, le cortó rápidamente: “Papá, aún no es el momento”.
“Le vieron la pluma y eso les legitimó para matarlo; Samuel murió por el simple hecho de ser. Todos tenemos derecho a ser lo que queremos ser, sin perjudicar a nadie”, reivindicó en la penúltima sesión Mario Pozzo-Citro, el abogado del colectivo LGTBIQ+ Alas Coruña, personado en la causa. “Lo que te gritan cuando te matan es importante, porque eso dice lo que está pensando quien te mata… ya él le gritaron maricón de mierda”.
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