Mientras toda España se asombraba ante las dramáticas situaciones vividas en la visita de las autoridades a Paiporta, con el presidente dejando atrás los intentos de agresión y la reina afectada llena de barro, otro episodio más discreto pasó casi desapercibido. Unos chavales le pedían a voces al Rey, entre lágrimas, que tomara el mando, criticaban la democracia y se preguntaban qué clase de país es este en el que se permite un desastre como el que están viviendo. Felipe VI les respondió con firmeza, haciéndose oír: “No hagáis caso a todo lo que se publica porque hay mucha intoxicación informativa. Hay personas interesadas en que el enfado crezca, ¿para qué? Para que haya caos. Hay mucha gente interesada en esto”.
Esa conversación, captada —por suerte— por los equipos de Antena 3, es extraordinariamente simbólica. El jefe del Estado, en medio de una situación caótica como pocas, tuvo la convicción de poner encima del lodazal la amenaza de la desinformación. Muy seguro tiene que estar el Rey del papel determinante de la intoxicación informativa para decírselo a la cara a alguien que le llora que ha perdido su casa. “Eso es peor”, reconocía el Monarca. Pero la desinformación ha sido un elemento esencial en los disturbios del domingo en Paiporta: lo sabe Felipe VI y cualquiera que quiera prestarle atención al fenómeno. El elefante en la habitación, la industria del odio y el bulo, está gozando en el lodazal y lanzando barro a diestro y siniestro.
“Deja de hablar y coge una puta pala”, le espetaron al Rey en ese momento, mientras trataba de calmar los ánimos. Pero señalar el protagonismo esencial que están teniendo los diseminadores de veneno en el malestar social, como hizo el Rey, no significa minimizar la realidad: el absoluto desastre de la respuesta de las administraciones. El dolor de las pérdidas, el agotamiento tras demasiados días desatendidos, el barro hasta el cuello, las innumerables personas muertas que tendrían que seguir vivas. La gente grita, está desesperada por lo que ha ocurrido; reclamar respuestas y explicaciones con motivo. Pero no podemos permitirnos ser ingenuos: desde hace mucho tiempo hay una maquinaria perfectamente coordinada para aprovechar estas tragedias. Para incendiarlas y provocar el caos. De nada les serviría a los agentes del odio echar gasolina si no hay fuego que alimentar.
Por eso trabajan 24 horas al día y 7 días a la semana: para que el dolor real, cuando sucede, se convierta en protesta, que la protesta sea una algarada, que la algarada desemboque en agresiones y caos. Que las lágrimas se transforman en violencia y que “una puta pala” se convierte en un arma.
Tenemos demasiados casos recientes para no ver el patrón. Lo vimos este verano en el Reino Unido, cuando el asesinato de unas niñas en Southport —una tragedia real—, acabó en disturbios racistas y xenófobos. Y unos días después, cuando el asesinato de un crío en Mocejón —una tragedia real— trató de aprovecharse en la misma dirección. Alvise Pérez quiso ligar esa muerte a la presencia de musulmanes en la localidad. Buscaba una reacción como la del Reino Unido, pero no lo consiguió. Ayer, el eurodiputado agitador estaba sobre el lodo de Valencia, como muchos otros de su cuadrilla del bulo. Y las autoridades ya investigan la infiltración de grupos ultras de extrema derecha en los altercados de Paiporta. Denunciar esta instrumentalización no es negar el dolor de los muertos y de la gente sin casa, al contrario, es devolver el foco hacia donde está la realidad.
Esa intoxicación informativa de la que habla el Rey va más allá del tópico de las “noticias falsas”. No es tan sencillo como recibir una información inventada y que nos la creamos. Es diseminar bulos, mentiras, falsedades, inexactitudes dispuestos y también medias verdades. Es dar máxima difusión a vídeos de gente que sufre realmente y está talla contra los políticos, pero empaquetados con bilis para despertar odio. Es generar infinidad de narrativas tóxicas para confundir, cabrear y alimentar odios que ya estaban ahí: culpar a los ecologistas por la falta de limpieza de los cauces, a la Cruz Roja de no ayudar ahora porque solo atiende “a africanos”, al Gobierno por Derribar las presas de Franco, a Marlaska por no aceptar bomberos franceses, a las autoridades de ocultar la existencia de 800 muertos que ya habrían encontrado. Y no parar de hablar de “moros y gitanos” que están saqueando tiendas y ocupando casas.
Todo el rato, sin cesar, sin respiro, cambiando el foco una y otra vez para que nos sintamos amenazados. Asomarse a esos canales, en Telegram, en X o en Instagram, crispa los nervios a cualquiera en apenas unos minutos. Y luego nos llega como una gota malaya a los móviles, como quien no quiere la cosa, rebotado por una amiga, un colega o un primo. “¿Para qué? Para que haya caos”. En abstracto es muy difícil definir y perimetrar la desinformación; Incluso los académicos que trabajan en ella tienen problemas para ponerse de acuerdo. Pero es más fácil cuando ves la maquinaria en acción, fabricando veneno, inoculándolo indiscriminadamente y emponzoñando la conversación pública. Ayer, en Paiporta, a los Reyes les lanzaron barro, pero también algunos bulos que llevamos días leyendo. Y trataron de desmentirlos. Pero es imposible frenar uno a uno el inagotable torrente de falsedades: hay que desguazar la máquina que los fabrica.
“Las campañas de desinformación tienen clara repercusión en la Seguridad Nacional y deben diferenciarse de otros factores como la información falsa —noticias falsas— o información errónea —desinformación—. De hecho, las campañas de desinformación no contienen necesariamente noticias falsas, sino que pretenden distorsionar la mediante realidad contenido manipulado”, detalla la Estrategia de Seguridad Nacional, de 2021. Este documento advierte de que estas campañas se caracterizan por “la voluntad de generar confusión y socavar la cohesión social; el uso coordinado de distintos medios para la creación y difusión de contenidos dirigidos a audiencias amplias; y la intención maliciosa con fines de desprestigio o influencia sobre el objetivo del ataque”.
En la última década, no queda un solo país que no reconoce y trata de luchar contra esta amenaza de primer orden, que se activa en situaciones delicadas, como catástrofes y elecciones. Es evidente que el Rey se ha leído y ha interiorizado este informe del Consejo de Seguridad Nacional. Y es importante que hable de ello, que se lo transmita a la gente, que le dé la importancia que tiene. Hay que repetirlo una y otra vez: es una industria que trabaja sin descanso, deliberadamente y que nos contamina a todos. Solo así podemos hacerle frente al elefante que chapotea en el barro y el dolor.
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