“Vi a hombres robustos y fuertes, con temblores, haciendo muecas como dementes, víctimas de un terror silencioso e incontrolable”.
Así describió el periodista Philip Gibbs hace 100 años el efecto que la guerra moderna tuvo en los soldados del Frente Occidental durante la Primera Guerra Mundial.
Los efectivos empezaron a mostrar estos perturbadores síntomas en septiembre de 1914, apenas un mes después de que empezara el conflicto.
Jóvenes que hasta hacía poco estaban sanos y que no mostraban señales de heridas externas, estaban perdiendo los sentidos del olfato, la vista y el gusto.
Algunos no podían parar de sacudirse y otros no podían hablar.
A muchos los atormentaban las pesadillas o revivían lo que había ocurrido en el campo de batalla una y otra vez cuando estaban despiertos.
En esa época la salud mental era una rama muy poco conocida de la medicina.
Para algunos generales del ejército no era más que “una tontería y pura cobardía”.
Pero lo que pasó en esa guerra terminaría revolucionando el entendimiento sobre la salud mental.
El legado lunático
Los problemas de salud mental han sido malentendidos durante toda la Historia.
En la Edad Media, los cristianos europeos creían que era prueba de que alguien había sido poseído por demonios.
En los siglos XVII y XVIII, las comunidades se ocupaban de los que consideraban “locos”.
Pero al principio del siglo XIX, las autoridades declararon que los “lunáticos” podían curarse en asilos y los “idiotas” podían aprender.
La verdad es que los pacientes que terminaban internados rara vez regresaban a salir y algunos recibían tratamientos peligrosos, como la remoción de partes de sus cerebros.
En la era victoriana casi todos los médicos consideraban a las mujeres más frágiles y susceptibles a enfermedades nerviosas.
El clásico “mal femenino” era la histeria, que también afectaba a los “hombres femeninos”.
Para las mujeres histéricas no casadas, el remedio era encontrar un esposo.
El corazón del soldado.
En el siglo XIX todavía se creía que el trauma sólo causaba heridas físicas.
En conflictos como la Guerra Civil de Estados Unidos, a los que sufrían de dolores de pecho y falta de aliento les diagnosticaban “corazón de soldado”.
Los oficiales militares culpaban a los estrechos uniformes por la condición.
Unas pocas décadas más tarde, los soldados que sirvieron durante la Primera Guerra Mundial sufrieron una de las experiencias bélicas más terribles de la historia.
A diario enfrentaban la muerte y la mutilación causada por el estallido de bombas, balas de ametralladoras o por el silencioso pero mortal gas venenoso.
Cuando los soldados empezaron a mostrar los síntomas de lo que se llamaba “shell shock” o “neurosis de guerra”, se consideró que las explosiones les había causado un daño invisible en el sistema nervioso.
Falta de comprension
No obstante, muchos comandantes militares pensaban que la neurosis de guerra era una invención, una exageración o, sencillamente, cobardía.
Es muy probable que algunos de los soldados que fueron ejecutados por desertar estuvieran traumatizados.
Pero los casos se acumularon.
La gente reaccionó escribiéndole a los periódicos sobre sus familiares enfermos y llevando el tema ante el gobierno.
Tanto los médicos como los comandantes se empezaron a preguntar si quizás la falta de sueño, el ruido ensordecedor y el espectáculo de demasiada muerte y mutilación podrían estar causando los síntomas.
El gran cambio
Entre abril de 1915 y abril de 1916, en Reino Unido, más de 11.000 hombres recibieron tratamiento por neurosis de guerra en hospitales británicos.
Al principio, se creía que se podía curar con descanso, sedantes y choques eléctricos.
Más tarde, algunos doctores pensaron que ese tratamiento se enfocaba demasiado en el cuerpo y no suficiente en la mente así que, inspirados por el psicoanálisis freudiano, empezaron a alentar a los soldados a que hablaran de sus experiencias.
Para el final de la guerra, 80.000 oficiales y soldados británicos habían sufrido de “una severa discapacidad mental que dejó al individuo temporalmente incapaz de seguir sirviendo”.
Tres años más tarde, 65.000 seguían recibiendo ayuda del gobierno para sufrir de neurosis de guerra.
La Primera Guerra Mundial probó que cualquier persona puede sufrir de una enfermedad mental, no importa cuál sea su procedencia, género o “carácter moral”.
Un siglo más tarde, sabemos que el término “shell shock” abarcaba una gama de condiciones, desde ansiedad hasta trastorno por estrés postraumático o TEPT.
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